Signos y piedras: la literatura anticuaria en búsqueda de la historia mexicana

Los descubrimientos en la Plaza Mayor

El 13 de agosto de 1790, día de la fiesta de San Hipólito y conmemorativo del aniversario 269 de la conquista de Tenochtitlan, el pasado prehispánico de México surgió a la superficie desde los subsuelos donde yacía enterrado. Las reformas urbanas promovidas por el virrey Conde de Revillagigedo (1789-1794) con el propósito de adaptar la Ciudad de México a las últimas modas de higiene y belleza europeas tenían la ciudad literalmente revuelta y a la gente quejosa por tanta obra de cañería y empedrado. Para algunos la recompensa fue grande, sin embargo: entre los escombros, a unas 37 varas al poniente del Palacio Real, se encontró una muy voluminosa pieza esculpida, representativa de alguna deidad mexica[1] (Ilustraciones 1.1 y 1.2). Más tarde, el 17 de diciembre del mismo año, y a poca distancia de donde se había hallado la primera estatua, se descubrió otra gran pieza, de forma circular, labrada con numerosas figuras jeroglíficas[2] (Ilustración 1.3). A lo largo del año siguiente se desenterraron más piezas y algunos sepulcros con osamenta animal. Los hallazgos de formas diferentes se podían observar esparcidas por toda la ciudad: arrimadas a las paredes, en las esquinas de las casas y cruces de las calles, o en algunas colecciones particulares.

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