Capítulo III. La primera mudanza

Un jarro de agua fría

Tras recorrer detenidamente el espacio público de la institución, el anónimo autor de la última opinión, que reconoce peinar canas y haber visitado numerosos museos extranjeros, lamenta pertenecer a un país más propenso a construir plazas de toros que a actualizar las salas de su principal museo de ciencias. En ellas no había encontrado ni una mínima referencia a los últimos progresos científicos, nada que hubiera logrado levantar «la pesada capa de polvo que, cual impenetrable sudario, se extendía uniforme sobre aquellas petrificadas colecciones».[4] ¡Tras cuarenta años de ausencia había descubierto con asombro las mismas cartelas de antaño! Con opinión experta, más allá de denunciar el ya conocido falso montaje del megaterio, repara en discretos detalles como la errónea colocación de los epipubis, dos huesos pélvicos en horquilla propios de los monotremas y marsupiales, en un par de esqueletos de canguro, equivocación que perdura en el montaje actual de ambas osamentas y que, a día de hoy, adquiere un extraño valor de curiosidad histórica.

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