Apertura y estabilización

Renovación

Figura 1. Spain for you, guía turística editada por el Ministerio de Información y Turismo, 1964. Ilustraciones de Máximo.

España en los años sesenta era un país que pretendía, por un lado, insertarse en el orden internacional y, por otro, conservar los caracteres que consideraba propios, aquellos que permitían que un dictador se mantuviera en el poder. Las nuevas generaciones ya no habían vivido directamente la guerra, pero seguían siendo conscientes de la posición a que les obligaba el régimen. A pesar de eso, los crecientes contactos con el exterior hacían que los jóvenes tuvieran un referente con el que compararse que era muy distinto de su realidad cotidiana. La situación política, económica y social de la década de los sesenta no era ya la de la autarquía; la represión, el miedo y los recuerdos de la guerra seguían existiendo, pero no obligaban al silencio como en los duros años cuarenta o, al menos, no a todos.[1]

Durante los primeros diez años de dictadura, el régimen había podido subsistir, primero, gracias al apoyo de los fascismos europeos y, tras la derrota de los mismos, encerrándose totalmente en sí mismo. Sin embargo, en los años cincuenta el espejismo de la autarquía era ya difícilmente sostenible, y eso lo supieron captar (y solucionar), mejor que nadie, los nuevos responsables de las carteras ministeriales. Éstos favorecieron una reforma en la política económica del régimen y también una mayor apertura del país lo cual sirvió para propiciar y apoyar nuevas transformaciones.

En efecto, gran parte del cambio habido en esos años vino de la mano de la necesidad de alianzas con el extranjero. Sólo así el régimen podía seguir manteniéndose, ya que el panorama mundial era otro muy distinto.[2] La apertura es perceptible, sobre todo, al comparar la situación de esos años con la de los cuarenta. Entonces, el aislamiento político internacional se había puesto de manifiesto en sucesos como los acontecidos en 1946, con el cierre de la frontera francesa y la retirada de embajadores decretada por Naciones Unidas. La década de los cincuenta comenzó de otro modo: 1950 supuso un gran cambio con el nombramiento de embajador de Estados Unidos en España. Además, en 1953 tuvieron lugar pactos militares y económicos con Estados Unidos (los Pactos de Madrid),[3] así como el Concordato con el Vaticano y en 1955 se permitió el ingreso de España en las Naciones Unidas. A pesar de todo esto, el apoyo económico de los Estados Unidos resultó útil pero efímero, lo cierto es que estos acuerdos tuvieron un significado más político que económico en lo que a la estabilización del régimen se refiere.[4] Además de los factores externos, los cambios también estuvieron relacionados con factores internos. El arranque de todo ello habría que situarlo en el cambio de Gobierno que se produjo en 1951.[5] Tras esto, los nuevos responsables económicos manifestaron, expresamente y desde el principio, su intención de abandonar las pretensiones autárquicas y de disminuir los dispositivos interventores.

La apertura institucional también afectó al ámbito de lo cultural, así algunos congresos y exposiciones contaron con el apoyo oficial. De esta forma se pretendía contribuir a la difusión del arte contemporáneo español, sobre todo en el extranjero. La política cultural fue una de las herramientas de política exterior más eficaces para cambiar la imagen del régimen en el extranjero. Una de las grandes apuestas en este sentido fue la Bienal Hispanoamericana de Arte [Figura 2] cuya importancia destacaba así el crítico José María Moreno Galván:

«En el otoño de 1951, una exposición de gran envergadura vino a alterar el pulso de la vida artística española, estableciendo un precedente en las exposiciones oficiales que iba a ser decisivo en el futuro: la I Bienal Hispanoamericana de Arte. Había transcurrido un cuarto de siglo largo desde el anterior aldabonazo conjunto de la modernidad española: la Exposición de Aristas Ibéricos. Como precedente, significaba, nada menos, que la inversión total del sistema valorativo que hasta aquel momento había venido presidiendo en la vida española el régimen de sus exposiciones oficiales. En éstas, el academicismo más conspicuo y retardatario había usufructuado consagraciones y prebendas, sin permitir ni una leve fisura por la que pudiera abrir brecha un nuevo sistema de valores que pusiera en compromiso el monopolio. La Bienal, al hacer pública su preferencia por las obras que correspondiesen a nuevos planteamientos problemáticos, estableció una nueva jerarquía inusitada y obligó a la nueva vida española a tomar de nuevo el pulso de su perdida tradición. Fue, efectivamente, como un segundo aldabonazo en la vida artística de España: una especie de rendición de cuentas colectiva de toda la modernidad dispersa, balance de situaciones, estado de conciencia.[6]»

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